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La única evidencia de vida en ese cuarto era esa respiración, un silbido apenas perceptible que de cuando en cuando le balanceaba el escaso bigote. Cada día, tras haber caído la última de las bombas era lo único seguro y constante, ni una voz, ni otro sobresalto, ni el repiqueteo de los zapatos, siempre el mismo sonido, al principio grave y después agudo como silbato. Cada noche se repetía una y otra vez sin poder detenerlo, ni cambiando de posición, ni acomodando la almohada, ni siquiera esa vez que cansada de lo mismo terminó encima de él con las manos sobre el cuello, dejándole la garganta cerrada y los ojos abiertos, ni siquiera hoy después de tantos años… lo sigo oyendo